Joan Miro

(Barcelona, 1893 – Palma de Mallorca, España, 1983)

Joan Miró fue pintor, escultor, grabador y ceramista. Y además uno de los pioneros del surrealismo europeo,  en concreto de su vertiente más «infantil».

Para Joan Miró el subconsciente era un enorme campo de juegos, o un juguete muy parecido a los que tuvo en su infancia.

Con inicios muy eclécticos, el pintor nació con las vanguardias y en su primera obra mostró fuertes influencias del fauvismo, cubismo, y expresionismo, todo con ese toque tan “naif” propio de su producción.

Pero en París descubre el poder de lo onírico y decide acabar con los métodos convencionales de pintura. En palabras propias quería «matarlos, asesinarlos o violarlos». En 1924 firma el Manifiesto Surrealista e incorpora a su obra formas infantiles automáticas y signos caligráficos.

Su obra se va volviendo cada vez más abstracta, más simple, más infantil. Reduce también su paleta a colores primarios, a formas primarias, y esto se ve también en sus esculturas y cerámicas.

Su arte roba de la infancia, pero también de la cultura popular, por lo que hay mucho simbolismo (el pájaro, las estrellas, la figura femenina…) que refleja su visión ingenua, feliz e impetuosa del mundo.

El recorrido de Miró con el grabado y la litografía, formado por un centenar de obras, diferencia tres momentos vitales en su trayectoria. Arranca en los años 30, cuando con el estallido de la Guerra Civil española el artista se instala en París, donde entra en contacto con el grabado, que compone de una forma muy elemental, con respecto al gran dominio de la técnica que llegará a alcanzar gracias a su incansable experimentación. Explora las posibilidades del color, mediante la combinación de dos planchas. Un buen ejemplo es su serie Negro y rojo, en la exposición.

 

El segundo ámbito se centra en la etapa neoyorquina del pintor, en los años 40. Su aprendizaje en taller de Stanley William Hayter, grabador surrealista que es uno de los primeros en experimentar con el expresionismo abstracto norteamericano, le permite seguir una evolución similar a la de su maestro. Miró pertenece al grupo de los surrealistas de París (Masson, Breton, Leiris…) pero es un verso libre, que huye de las doctrinas del movimiento, para adentrarse en la abstracción. Se consolida aquí su lenguaje de símbolos y signos.

 

Terminada la Segunda Guerra Mundial, regresa a París, donde alcanza el gran manejo de la técnica que acredita su descomposición del color en planchas diferentes o la superposición de distintos tonos, así como la incorporación de manchas y salpicaduras, tan propias del expresionismo abstracto que después practicará Pollock. Miró quería “matar, asesinar” los métodos de pintura tradicionales y, finalmente, lo consiguió.

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